El modelo económico está basado en el consumo, es decir en el trasiego incesante de materias primas y de energía. Con ambas se elaboran ingentes cantidades de mercancías que nos abastecen. Muchas más veces de lo innecesario que de lo imprescindible, pero caben pocas dudas sobre que nuestro estilo de vida está rodeado y sostenido por estímulos a una cierta bulimia consumista. En paralelo discurre un portentoso tropiezo, el de que los rendimientos son bien escasos en comparación con los que la Naturaleza nos proporciona. No hay que ser ecólogo para acordarse de que los sistemas espontáneos consiguen mucho con muy poco y que los artificiales, nuestra economía, consigue muy poco usando ingentes cantidades de recursos. Mejorar esta situación tan ineficiente de partida es el propósito de la economía ecológica. Se trata de que el consumo no consuma lo que consume ni mucho menos a los consumidores.

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Algunos datos pueden situarnos en la verdadera dimensión de la grave enfermedad que supone la ineficiencia generalizada a la hora del consumo. A la cabeza de los despropósitos figura el hecho de que el 80% de lo que forma parte del comercio de toda suerte de mercancías puestas a disposición del consumidor SOLO sirvan para una SOLA utilización. Lo de usar y tirar no es que sea la norma parece haber llegado a la categoría de obligación. Poco mejora la eficiencia en las primeras etapas del consumo porque a la hora de extraer la materias primas del medio natural resulta que SOLO el 30% de lo removido, talado, excavado se convierte en producto con destino a su transformación en mercancía. De ahí que se pueda afirmar que nuestro modelo económico lo que más produce son basuras, escombros y contaminación.

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El colmo se aloja en los medios de transporte, tan implicados ellos en la degradación de la atmósfera. Aviones y automóviles solo convierten en movimiento real en torno a 5% de la energía contenida en los combustibles fósiles de los que dependen. Por poner solo un ejemplo para comparar. Nuestro organismo logra un 60% de eficiencia energética.

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Todo lo contrario sucede con nuestras capacidades intelectivas desde el momento en que en lugar de ser despilfarradas son usadas con asombrosa tacañería. Todos sabemos que solo usamos algo menos del 10% de las destrezas de nuestra propia inteligencia. Es más que posible que en ese 90% de lo no utilizado estén las mil soluciones posibles para ser más eficientes, limpios y justos a la hora de no degradar las fuentes de todos nuestros recursos.

Una catástrofe moral se suma a este panorama cuando descubrimos finalmente que todo lo que hacemos está consumido por un imponente despilfarro real, es decir el que no está vinculado a la ineficiencia. Porque de acuerdo con alguno de los mejores estudios se podría ahorrar entre el 30 y el 40% de la energía y de las materias primas normalmente utilizadas sin que por ello disminuyera ni un punto aspecto alguno de la producción final o la salud.