Los defensores de las smart cities aseguran que su transformación será de las que se quede. ¿La razón? Casi no la vemos. Como el mejor diseño, apenas llama la atención. Pero cambia las cosas: el letrero luminoso en una autovía advirtiendo que hay retenciones 20 kilómetros más adelante, la luz verde en un aparcamiento que señala la plaza libre, el indicador en la parada de autobús cronometrando cuánto falta para que lleguen los próximos vehículos, los hoteles que reciclan el agua de la ducha para utilizar en las cisternas o las comunidades que forran la azotea con acumuladores de energía solar, muchos de esos pequeños grandes gestos inteligentes están cambiando (todavía no transformando) algunas ciudades.

Smart citySmart City Campus de Barcelona (Imagen del Ayuntamiento de Barcelona)

Aunque el cambio no es tan grande como el que generan las grandes migraciones, también las concentraciones de tantas personas se organizan mejor aplicando inteligencia a las infraestructuras. Está claro que las ciudades no son más o menos inteligentes y que somos las personas las que las utilizamos con mayor o menor acierto, pero los ciudadanos se forman como poco a partir de lo que ven. Y los políticos informados saben distinguir entre tecnologías decorativas y tecnologías que mejoran la vida. Así, no he escuchado o leído a ningún alcalde que no sobreentienda que una ciudad inteligente emplea la tecnología para mejorar la calidad de vida de sus habitantes. De todos. Y tal vez eso sea sobreentender demasiado. ¿Qué puede complacer a todos por igual? ¿Qué puede mejorar nuestra vida sin fastidiar a nadie?

Los índices que, desde departamentos de investigación de universidades como el MIT (Massachusetts Institute of Technology) o desde empresas como IDC (International Data Corporation), miden el grado de inteligencia de una ciudad, valoran factores como la innovación, la ecología, la calidad de vida y la digitalización de las urbes y sus habitantes. Algunas ideas, como el bono bus –que fomenta el uso del transporte público- o el billete multiuso –que permite combinar traslados y fomenta aún más el transporte público- ayudan a crear ciudades inteligentes. Moverse en bicicleta masivamente, como sucede en Copenhague, donde el 50% de los desplazamientos urbanos se realizan sobre dos ruedas, también inyecta inteligencia a un lugar. La reducción del CO2 mejora las ciudades acústica, ambiental y socialmente. Y una ciudad mejor, y con más personas que coches en la calle, es una metrópoli más atractiva, más proclive a atraer inversores. Y visitantes.

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Como sucede con las urbes, la tecnología no es, en sí misma, ni lista ni tonta. El uso que se hace de ella decide su efecto. Lo hemos visto en la domótica, la ciencia que proponía llevar inteligencia a la vivienda. Nació con grandes ambiciones. A los programadores para hornear un pollo o poner en marcha la cafetera a determinada hora los desbancó el termostato, el programador del encendido de la calefacción o el del riego de las plantas. Es cierto que las posibilidades más sofisticadas -abrir una ventana para dejar pasar una brisa o cerrarla cuando los niveles de CO2 superan cierta cifra- y también las más personalizadas – avisar al dueño de la casa de su sobrepeso o del aumento de su ritmo cardíaco detectado en el baño- han quedado para los elegidos, o para la caricatura de la propia domótica. Sin embargo, también es verdad que hace 20 años no podíamos imaginar nuestras casas sin vinilos, no contemplábamos la posibilidad de ver la televisión a la carta desde la pantalla de un ordenador o no pensábamos en jugar en la misma pantalla en la que vemos las noticias.  Algo parecido sucede con y en las ciudades. ¿Cómo puede la tecnología mejorar las infraestructuras de nuestras calles y plazas?

Para empezar ahorrando. ¿Se ha planteado alguna vez cuánto cuesta iluminar su calle? ¿Cuánto costaría si las bombillas fuesen led? Cambiar la iluminación navideña por luminarias led le valió a Málaga el primer puesto en él índice IDC de las ciudades inteligentes españolas. Y para continuar informando. ¿Le resulta cómodo que en una pantalla aparezcan escritos los aparcamientos completos para no tener que averiguarlo llegando hasta allí? La señalética cambiante de París, la sostenibilidad en los edificios de Toronto o la ordenanza que obliga a colocar paneles solares en las obras nuevas de Barcelona sumaron puntos en la inteligencia de esas dos ciudades.

Que estemos hartos de los pelotazos urbanísticos no nos libra de sus consecuencias. Nuestras urbes han crecido con un desarrollo urbano insostenible. Reparar ese desastre reflejará la inteligencia (o su ausencia) de los políticos. También las prioridades de los ciudadanos. Caminar hacia una smart citiy pasa en España por aprender a reparar. La propia definición de ciudad inteligente debería contemplar, entre sus indicadores de inteligencia, parámetros para medir el nivel de educación de los ciudadanos. En Alemania se penaliza al que no recicla de la misma manera que aquí se castiga a quien se cuela sin pagar en el metro. Con todo, es un signo de esa educación que hayamos aprendido a pagar en el autobús sin que una barrera nos impida antes el paso. También que cuidemos nuestros parques y playas. La mayoría lo hace. Supone un gran ahorro tratar la ciudad como uno querría que trataran su casa.

Algunas ciudades han considerado inteligente poner precios prohibitivos a circular en coche por su centro. Otras han peatonalizado ese casco histórico que ha pasado de ser lo más contaminado a convertirse en lo más amable. La mejor tecnología puede hacernos la vida más fácil. Pero en el uso que hagamos de ella radicará la inteligencia. La buena convivencia es un signo inequívoco de civismo, educación e inteligencia. ¿Para cuándo un índice de ciudades cívicas?