La arquitectura no se agota en los edificios. Pero en las calles anda revuelta. No se trata de un nuevo movimiento, se debate más bien su futuro. Se habla de perder (autoría) y de ganar (capacidad de intervención en las ciudades). En el mar convulso de falta de encargos, exceso de escuelas, arquitectos sin clientes y nuevas leyes que amenazan con limitar sus competencias (borrador del Ley de Servicios Profesionales, LSP) el arquitecto Antonio Jiménez Torrecillas ha definido su profesión como “una forma pacífica de cambiar las cosas”. Y en eso andan muchos arquitectos. Buscan ampliar los límites de su disciplina trabajando con otros profesionales. Y escuchando a la gente.
Los colectivos de arquitectos que, sin ser políticos, atienden a las demandas de los ciudadanos han visto cómo el fallo de la última Bienal Española de Arquitectura y Urbanismo (XII BEAU –que expondrá los proyectos ganadores y finalistas en noviembre, en el Matadero de Madrid) premiaba su trabajo. Esa nueva amplitud de miras del jurado reconoce a quien muchas veces ni firma ni visa proyectos, pero sí mejora la vida en muchos barrios y redefine, ampliándolo, el futuro de la arquitectura. Lo hace porque enciende una luz sobre el trabajo colectivo algo que se reconoce ahora y se tiende a asociar a la crisis pero que, sin embargo, lleva años existiendo. El sevillano Santiago Cirugeda, y su colectivo Recetas Urbanas, defienden la autoconstrucción y el reciclaje de edificios desde 1996, mucho antes de que estallara la burbuja.
“Aunque las ciudades las disfrutemos y las paguemos entre todos, las transformaciones urbanas han sido durante mucho tiempo monopolio de poderes con intereses parciales”, explica el arquitecto David Juárez del colectivo barcelonés Straddle3. En los últimos años, la suma de profesionales y sociedad ha levantado viviendas hechas con material reciclado y ha acondicionado solares vacíos como espacios de convivencia. No son solo arquitectos lo que hay detrás de esas acciones, pero todos forman parte de Arquitecturas Colectivas, una organización que busca que los ciudadanos sientan la calle como propia.
Todas estas acciones cívicas -que a pesar de construir parte de las ciudades no suelen ser consideradas arquitectura- están demostrando una capacidad transformadora, motivadora y operativa de la que están careciendo los políticos en épocas de escasez. Sin embargo, y a pesar de este último galardón al madrileño Campo de la Cebada, no resulta serio que solo se relacione el trabajo colectivo con la juventud, como si de una fiebre pasajera se tratara en lugar de una oportunidad.
Es inequívocamente bueno que los solares vacíos tengan un uso social, aunque sea temporal. Es cívico –e inteligente- que los ciudadanos contribuyan a mejorar sus barrios –uno valora lo que cuida y cuida lo que valora-, pero es, sin embargo, peligroso que los ayuntamientos deleguen su responsabilidad de cuidar y crear espacios públicos en esas iniciativas ciudadanas. El reconocimiento a proyectos colectivos, en los que los vecinos intervienen en la planificación y ejecución de nuevos espacios públicos, altera la relación entre obra y autoría. Por eso reconociendo al Campo de la Cebada del centro de Madrid como un trabajo conjunto de arquitectos y sociedad civil los cambios que afronta la arquitectura se anuncian radicales. ¿Es la participación ciudadana y son los colectivos de arquitectos una moda para la crisis o una vía de futuro? Los próximos años veremos si la profesión de arquitecto, los políticos y las ciudades absorben y apoyan estas acciones. De hacerlo cambiarían las reglas del juego para las ciudades para la profesión de arquitecto y para la especulación inmobiliaria.