La resta es la operación aritmética más desprestigiada y, a la vez, la herramienta de diseño más precisa. Que la resta suma lo sabían todos los artesanos-diseñadores-inventores que trajeron hasta nuestra cotidianidad los objetos anónimos (del palillo al clip, y del tapón de corcho a la pinza para tender ropa) que no vemos a diario pero sin los que nos sería difícil vivir. “El mejor diseño acompaña y no molesta”, la receta es de Miguel Milá. Dieter Rams, el genio de la resta que hay detrás de los mejores productos de la empresa Braun, definió el diseño necesario como lo que no ves pero te irías a comprar si no lo tuvieras.
Tras el exceso del postmodernismo en los años ochenta del siglo pasado, la década siguiente, la de los noventa, se burló de la resta. Los niños lo saben: burlarse es lo que hacen los matones cuando no encuentran argumentos. Por eso, frente a los que abogaban por añadir, es decir por sumar, para multiplicar el mercado; frente al perezoso “todo está inventado ya y solo queda agregar”, justo es decir que el minimalismo se convirtió en una fiebre peligrosa. ¿La razón? Aunque todo puede reducirse, lo que no tiene esencia se pierde en esa reducción. Y la elegancia de la austeridad choca con quien, ignorante o cínico, busca en ella un disfraz para una vida de lujo.
Así, hoy, alejada de las servidumbres estilísticas de la moda minimalista, la resta ha recuperado su valor eterno: el de la precisión y la esencialidad de la mano de la tecnología –que ha reducido tantos electrodomésticos prácticamente a las dos dimensiones-; de la mano de la sostenibilidad –que urge a diferenciar entre diseño y moda (es decir función o temporalidad caprichosa forzada por la industria)- y de la mano de la educación que es, al final, la que nos enseña a elegir. De eso se trata. De superar la suma acrítica para poder llegar a lo que queremos ser y tener. La elección comporta esa decisión.
Otros factores coyunturales de peso, como el tamaño de los pisos y las casas y la creciente mudanza de los jóvenes invitan a ser más selectivos con los objetos. Y, en esa selección, la resta de los aparatos electrónicos –que ocultan una suma de usos- también ilumina el camino. Lo sabe bien Oki Sato (Toronto, 1977). El diseñador japonés, alma del estudio Nendo, ideó sus recipientes apilables y jarra para beber sake con la idea de que un gesto colectivo (una vajilla para beber juntos) ocupara lo que una necesidad individual (el espacio de uno solo de los cuencos).
No solo la tecnología tiene las llaves de la prospectiva para indicar caminos de futuro. A veces es la realidad la que termina por simplificar las cosas. Lo contó hace unos meses otro japonés, Naoto Fukasawa, durante una conferencia en el Design Museum de Londres: “Aprendimos mucho del tsunami de Fukushima. La gente se puso a limpiar a mano. No necesitaban grandes máquinas ni instrumentos. Sin embargo, la central nuclear estaba allí porque consumimos demasiada luz”.
Ilustración: Nendo stack-sake de su colección de productos 1%