Desde que en 1957 se produjera el lanzamiento al espacio del primer satélite artificial por parte de la antigua Unión Soviética, el “Sputnik”, los seres humanos hemos lanzado al exterior alrededor de 5.000 aparatos (cohetes, satélites, telescopios y otros) que han generado miles de toneladas de basura espacial.
Se trata de un importante volumen de desechos del que nunca más nos hemos preocupado y que continúan girando en la órbita terrestre como un gigantesco anillo de chatarra. Actualmente se calcula que este tipo de basura supera los 110.000 objetos y fragmentos de más de un centímetro de grosor. El resto por debajo de esa medida es imposible de identificar, aunque serían millones de tuercas, tornillos, arandelas, grapas y demás. En cualquier caso unos y otros, convertidos en residuo, generan un tipo de contaminación que no por ignorada resulta menos peligrosa, pues entre esos residuos figuran los que han estado en contacto o contienen material radiactivo.
De todos ellos, la Agencia Espacial Norteamericana (NASA) sólo tiene catalogados cerca de 9.000, que sumarían más de 4.000 toneladas de peso, la mayor parte componentes de satélites y cohetes. Pero no paran de aumentar, según los últimos cálculos a un ritmo superior al 5% anual.
Hay que tener en cuenta que la velocidad estimada a la que orbitan estos objetos puede rondar los 40.000 km/h, por lo que un simple tornillo de acero se puede convertir en una bomba de mano y un tanque vacío de combustible en un potente misil capaz de destruir la EEI por completo y no digamos ya una nave de turismo o transporte espacial.
Los expertos que analizan este importante problema dan por hecho que la explosión del satélite Kosmos 1275, que se produjo en el año 1981, se debió a la colisión con uno de estos objetos a la deriva. O que el desvío en su órbita experimentado por el “Cerise” (un satélite militar francés) hace ahora una década lo causó el impacto de un pequeño fragmento del cohete “Ariane” que había estallado unos años antes. Como éste, la NASA investiga cerca de 25 casos de accidentes que podrían estar asociados a este tipo de incidentes.
La posibilidad de que cualquier desecho espacial llegue a atravesar la atmósfera terrestre y pueda impactar en la superficie del planeta es ciertamente baja. Las altas temperaturas que llegan a coger los objetos cuando se aproximan a nuestro planeta y comienzan a friccionar contra la atmósfera que nos envuelve hacen que se volatilicen casi al instante. Las excepciones sin embargo existen.
En el otoño de 1979 el “Skylab” colisionó contra la atmósfera terrestre totalmente fuera de control y se disgregó en un montón de objetos de todas las medidas que por fortuna cayeron en su totalidad sobre el océano Índico. No obstante desde el año 1958, se han hallado alrededor de setenta objetos de chatarra espacial en la superficie terrestre. En su mayor parte se trata de piezas y restos de componentes de medida pequeña y mediana pertenecientes a satélites y cohetes lanzados al espacio, pero también se han dado casos de grandes piezas caídas del cielo.
Uno de los casos más espectaculares sucedió en 1.997 cuando un depósito de combustible de un cohete “Delta 2”, con unas medidas de 1,7 m de ancho por 2,8 de longitud y 270 kg de peso, cayó cerca de un pequeño pueblo de Sudáfrica. Lo más sorprendente de esta noticia es que al año siguiente el otro depósito del mismo cohete, exactamente al que apareció en el poblado africano, cayó del cielo y estuvo a punto de impactar contra una granja de Tejas, en los Estados Unidos de América.
Y es que nadie puede descartar que, si no subimos a recoger lo que hemos abandonado ahí fuera y persistimos en la idea de seguir explorando el espacio y abandonar allí fuera todos los residuos que generamos, puedan caer sobre nuestras cabezas. Una situación cada día menos providencial que no podemos dejar en manos del azar y a la que, por responsabilidad con nosotros mismos y con las generaciones futuras, debemos hacer frente cuanto antes.