No los pisan, en la mayoría de los casos, porque han quedado bajo varios centímetros de cemento o asfalto.
No deja de ser paradójico este destino de tener que enterrar a la tierra. Con todo es lo que le sucede a casi el 5 % del planeta. Parece escaso porcentaje pero sobre esa pequeña porción vive ya casi un 60 % de los humanos.
En las ciudades, además, se decide todo lo que se va a hacer con la totalidad del territorio y de los mares. Precisión necesaria desde el momento en que todavía son demasiados los que aducen que no es tanta la presión que lo artificial ejerce sobre lo espontáneo.
Lo cierto es, por el contrario, que ya no queda un metro cuadrado de planeta, sólido o líquido, sin la mancha de algún contaminante de origen humano. Casi todos, casi siempre, proceden de esos lugares donde ya resulta imposible caminar sobre la tierra.
Con los suelos, con todos esos que de momento no son urbanos, sucede lo mismo. La primera justificación que se maneja a la hora de seguir cambiando los imprescindibles servicios que nos prestan es que quedan muchos cientos de millones de hectáreas sin transformar. Obviando lo ya comentado sobre los contaminantes, lo que no podemos olvidar es que perdemos demasiados suelos, la mayoría fértiles. La frontera agraria no hace más que aumentar, pero no menos los desiertos y la erosión, su principal aliada.
En demasiados casos a costa de su absoluto y esencial contrapeso, los bosques.
Recordemos que la superficie forestal, ha quedado reducida en un tercio desde la consolidación del actual modelo económico. De acuerdo con las últimas estimaciones de Naciones Unidas perdemos unos 10.000 millones de árboles al año, algo así como 25 millones cada día con lo que queda desnuda e indefensa una superficie de unos 200.000 km 2. Conviene no olvidar que los bosques son el primer y principal soporte de la vida terrestre. Resultan, en efecto, destacados constructores de suelo y cuando ya no hay raíces que lo retengan comienza uno de los procesos más irreversibles. La erosión puede destruir en horas, o días, lo que la arboleda y l fertilidad natural tardaron siglos o milenios en construir.
Es lo que intentan frenar miles de organismos públicos y privados con reforestaciones, ganadería y agricultura ecológicas y planificación territorial. Recordatorio p,extin ente ya que estamos en el año internacional de los suelos. Como tantos otros está promocionado por la Asamblea General de Naciones Unidas. El mensaje más repetido en la consiguiente campaña de concienciación se centra en la lucha contra la erosión. Ciertamente resulta trágico que una superficie equivalente a media España quede anualmente desprovista de su fertilidad natural y, en buena medida, se incorpore a los dominios del desierto.
Nuestro país ofrece destacados ejemplos al ser el que más degradación de suelos padece en Europa. Casi un 20 % de nuestro territorio sufre erosión alta y otro 26 % de tipo medio. Como las cifras, sobre todo las que superan los seis ceros, suelen restar más que añadir comprensión, digamos que el montante de la erosión en España equivale a que, cada minuto y a lo largo de todo el año y desde hace más de cincuenta, tiramos al mar, o se queda en el fondo de nuestros 2.000 embalses, la tierra que cabe en dos camiones de gran tonelaje.
Cabe, por supuesto, visualizar este proceso y sus consecuencias que no son otras que tierra desnuda, seca, muerta, herida por miles de cárcavas y, claro, desolación y silencio. Con todo, la mejor forma de que valoremos lo perdido es tener presente qué supone un suelo no herido o muerto. Para empezar allí donde pueden medrar las plantas se da la mayor multiplicidad vital del planeta.
La fertilidad natural convierte a los suelos en organismos vivos que respiran, beben, comen y donde se da el más completo encuentro ya que, en los diez o quince primeros centímetros de lo que pisamos se entrelazan la atmósfera con la litosfera, es decir el soporte mineral, pero no menos la hidrosfera con la vivacidad. Todo ello fecundado por la luz solar. Allí, es más, cuando las condiciones básicas no han sido alteradas coinciden muchos miles de miles de millones de seres vivos por cada hectárea de terreno. Por si eso fuera poco del suelo emergen las plantas que suponen el 99,5 % de la biomasa terrestre. Mundo vegetal del que dependemos por completo.
Poco, o nada, pues resulta más crucial sobre la tierra que todo lo vinculado a la fertilidad natural.
Sin embargo se nos ha extraviado esa vieja sabiduría que consideraba al suelo no solo el ámbito de las raíces y, por tanto, del resto de la vida terrestre. Muchas civilizaciones consideraban su origen y su cultura inseparables de lo que pisaban y no había sido enterrado.