Acampo y duermo en una escuelita del pueblo de Piaçabuçu donde el gran río Sao Francisco está a punto de terminar en el Atlántico su gran viaje después de casi tres mil kilómetros atravesando cinco estados de Brasil.
El espectáculo de cientos de barcas aguardando su turno para trabajar nos deja claro que el río es el centro del día a día por estas aguas.
Manso pero poderoso nos deja boquiabiertos a mí y a Ona cuando nos asomamos al muelle donde desde buena mañana las lavanderas trabajan duro y los chavales “muleques” pescan desde la orilla.
Es la frontera natural y política entre los estados de Sergipe y Alagoas y el gran atractivo turístico es el delta, con dunas, coqueros y lagunas.
Hacia allí me lanzo en barco mientras Ona se queda descansando las ruedas en el edificio de Turismo y Cultura donde me han obsequiado con el billete del paseo.
La vegetación es rica y espesa pero de la nada aparecen barquitas desde los vericuetos invisibles de las orillas.
Pescadores y faeneros suben y bajan intentando adivinar la mejor corriente, algunos a vela, otros a motor y otros ayudándose también de vela si el viento se alía con su dirección.
Cuando el agua salada empieza a ganar la partida y la vegetación desaparece es el turno de las dunas y los cocoteros.
Como en los Lençois Maranhenses, las cabras aguantan la dureza del “desierto” que forman las dunas y aparecen en el horizonte o en la orilla para echar un trago.
Las dunas son muy fotogénicas y mi GH3 parece que se pone en modo metralleta bajo las nubes que se abren y cierran ofreciéndome todo tipo de condiciones de luz.
Los aislados y delgados cocoteros y una torre metálica parecen modelos escuálidas posando para revistas de moda.
Luego aparece el juego eterno de las rutas turísticas. Los locales ven a los turistas como figuritas a las que vender figuritas.
Entre los suvenires encuentro cestas de “palha” que veía tejer a las viejitas en las calles de Coruripe días atrás.
En las lagunas, las garzas danzan mientras pescan y los turistas, desde lo alto de las dunas, buscan hilos de cobertura para compartir por redes sociales a toda velocidad el selfie en el paraíso.
Del “desierto” navegamos un poco más casi hasta la misma boca del delta donde las aguas bravas del mar luchan con las del río en una batalla que se llevó por delante el pueblo de Cabeço del que solo queda su faro inclinado como la torre de Pisa rodeado por las aguas. Fotogenia al cien por cien de nuevo…
Volvemos a Piaçabuçu donde después de comer el rico y asequible “camarao” de la zona, cae una pequeña siesta de la que resucito con un café para ir de visita informal a las factorías de camarón.
En una orilla al límite del pueblo llegan las barcas a un caótico puerto para descargar cajas rebosantes de materia prima.
Las mujeres, con décadas y generaciones de experiencia en sus manos, organizaran y tratan al crustáceo para distintos menesteres comerciales.
La rutina tiñe de tristeza algunas caras, otras gracias a la sangre alegre brasilera consiguen romperla con sonrisas y bromas para llegar hasta el fin de la jornada laboral de la mejor manera y coger la barca que les devuelva a su pueblo y familias.
Una de esas barcas nos cruza a Ona y a mí, y algún vecino que echa una cabezada bajo el sombrero, hasta el otro lado del río. Concretamente al pueblo de Brejo Grande donde nos recibe la misma imagen de mujeres lavando la ropa en el río a pie de muelle.
De allí pedaleare hasta Aracaju pero como la ruta principal me avisan que es peligrosa sin arcén y mucho transito, decido ir por una ruta perdida de ripio cerca del mar. Pero eso y mucho más, os lo cuento en el próximo capítulo.