Llego a sus cercanías sin saberlo, preguntando por la mejor playa de la zona para perderse. Hay muchas pero desde la carretera que transcurre un poco por el interior no las veo, solo desfilan las entradas.
Unas mujeres me indican como llegar a una “muito linda” haciéndome retroceder un kilómetro en busca de un desvío de tierra.
Tras serpentear un par de kilómetros de mato, llego a un claro cerca del rio donde encuentro a unos pescadores que no tardan en ofrecerme cobijo en una de sus barracas/almacén en la playa.
Son pescadores, pero trabajan también de balseros en el rio mostrando a los visitantes que llegan al pueblo, que está al otro lado de una larga y estrecha pasarela, el famoso reclamo de la zona, el Peixe Boi o Manatí, que pasea manso y curioso por sus tranquilas e intactas aguas.
Me enamoro de la playa al instante, queda aislada, prácticamente sin más acceso que unos tímidos caminos perdidos entre cocoteros, sin casas ni turismo, con agua cristalina, arrecifes, viejos marineros… ¿Qué más puede pedir un viajero nómada?
Me instalo en uno de los barracones que sirven para guardar las redes y otros cachivaches de pesca. Entre charlas curiosas, remiendos de redes, reparto del botín del día y la puesta de sol, lanzo las primeras fotos de las muchas que intuyo que caerán esos días.
Mientras el tímido perro “Calcetines” intenta pescar parte del pescado, Antonio, mi anfitrión me invita a acompañarle a pescar al arrecife de buena mañana al día siguiente.
Acepto encantado, me entusiasma el mar y fui un gran aficionado a la pesca. Acompañar a uno de estos maestros en su tarea es un honor y una experiencia de las que me gusta tener en el “Vidaje”, ”vivir otras vidas” como yo lo llamo… Tener el recuerdo y la sensación para siempre, de haber sido otra persona en otro lugar, en otra vida. En este caso, pescador en los arrecifes de una playa perdida de Brasil. Genial.
Allá vamos, más madrugadores que el sol preparamos la jangada con redes, motorcito y la alegría brasilera que nunca abandona los quehaceres.
Mi cámara se dispara sola, el espectáculo está servido con la salida del sol y las siluetas del trajín marinero.
El agua esta calmada a este lado del arrecife, pero cuando encaramos la puerta de salida, la barquita empieza a bailar despertándonos definitivamente.
Antonio con los gestos suaves del que lo lleva en la sangre, y el equilibro forjado tras millones de olas, levanta la primera red de la mañana sin mucha suerte.
– Es mala época. – me dice, con filosofía.
Mientras, yo parezco un oficinista atareado, combinando echarle una mano al “capitán” con captar el momento a golpe de foto. La luz y el escenario son óptimos para trabajar con mi Gh3.
Tras levantar y soltar un par de redes más y poca recompensa, el sol ya empieza a calentar sin complejos y las olas van creciendo haciéndonos surfear un poco en el camino de vuelta.
Nos cruzamos con otros pescadores, Quijotes y Sanchos Panzas que van o vienen según lo pasaran de bien la noche anterior.
Llega la hora de la calma, de limpiar el pescado a pie de playa, de repartir o de volver a casa para hacer posible la comida del día o la venta para hacer posible la cena.
Nos citamos al día siguiente para el paseo en busca del Manatí. ¿Tendremos suerte y le veremos en libertad?…
Me quedo en mi “isla desierta” solo con mis cábalas, mi guitarra y mi inspiración. Allí nace la idea del proyecto que ahora es una realidad “Canciones x kilómetros”… Grabar las canciones que nazcan de esos pedacitos de viaje para costear el mismo. Podéis espiarlo en mi web albertsans.com/CxK
Llegó el momento, la balsa me espera. Nos adentramos rio del mismo nombre que el pueblecito Tatuamunha a golpe de remo gondolero y me da la sensación de que nos sumergirnos en un documental de la BBC. No hay casas, ni rastro de actividad humana, es impagable encontrar ríos así que te dejen ver el mundo como siempre ha sido, y es por eso precisamente que el Peixe boi puede vivir en el. Es un animal muy manso y confiado, se acerca curioso al ser humano y claro, esa ha sido la condena que le ha llevado a ser una especie en peligro.
Entre todo tipo de ataques, muchos pescadores lo mataban para que no fastidiara sus redes en las excursiones que hace en las desembocaduras de ríos y arrecifes. En Tatuamunha invirtieron esa historia creando una asociación que da trabajo a los pescadores para que den paseos de avistamiento y formándolos para que sepan divulgar y promover la conservación de este esplendido animal.
Y sí, no tardó en aparecer, una gran hembra se acerco a la balsa nadando en paralelo y frente a ella. Curiosa y bonachona, esta especie de vaca/elefante marino impresiona por su tamaño y elegancia en el agua.
Entrañable ver a un animal que era desconocido para ti y encima en su habitad natural.
Me vuelvo con una sonrisa de éxito al pueblo. Cruzo las largas pasarelas de tablones de madera que saltan el rio y los manglares hasta la callejuela que lleva hasta la placita. Es un pueblo muy pequeño, si vas por la carretera apenas percibes 4 casas a un lado ya otro camino del famoso Sao Miguel dos Milagres, pero su secreto esta en escondido en agua dulce, en los arrecifes, en la playa calmada en la que familias buscan cangrejos y pequeños crustáceos, en los cangrejos colorados del manglar, en la sabiduría de los pescadores, las salidas y las puestas de sol, en los partidos de futbol en el campo cerca del manglar, en el Manatí y en definitiva en esas sonrisas que regala Brasil en cada rincón de su pueblo.
Me costó días escaparme de ese reloj de arena, pero me lancé a serpentear de nuevo campos de cañas de azúcar en busca de más aventuras rumbo a Maceio y otros sures…
Nos leemos en la próxima entrada 😉