En este capítulo volvemos al pasado, a la Chapada, donde lo habíamos dejado antes de poneros al día con Iguazú.
Mi salida de la Chapada Diamantina era inminente y no podía despedirme de ella sin hacer el famoso trekking en su corazón aislado, el Vale do Pati.
Joe, un joven inglés que rondaba hacía una semana por el camping Ganesha, también quería lanzarse a la aventura. Vimos que nos podíamos entender y, sin dar más vueltas, preparamos víveres y mapas calculando un trekking de 3 a 5 días dependiendo de condiciones, ritmo y feeling. Joe tenía el tiempo más justo debido a su billete de regreso.
Tras aplazar un día por tormenta, un amanecer nuboso nos fugamos del Vale do Capao rumbo a la épica. Confiamos en las aplicaciones que te guían por GPS con el teléfono móvil y un mapa topográfico a una escala que dejaba un poco que desear. Los guías que hacen negocio en la zona no dejan que existan mapas muy detallados para ellos poder ganarse la vida.
Tras la larga aproximación, arranque “picadito” subiendo hasta el altiplano que nos llevara hasta las puertas del valle, buscando la altura de Guiné, el pueblo desde donde parten también excursiones al valle desde un punto más cercano.
Casi coronando nos encontramos a Eduardo, un loco que empuja su bicicleta en medio de la nada (eso mismo deben pensar de mí en muchos lugares), pero realmente no imaginaba que por esos caminos de trekking y con la fama que tiene el valle de salvaje y cerrado andaría un “compa-trote”. Envidia sana.
Charlamos unos minutos y se esfumó delante nuestro en el altiplano que, en esa parte, parecía transitable para bicicletas.
Tras un par de horas llegamos a una encrucijada de caminitos boscosa que marcaba el punto a subir al otro escalón del altiplano. Después de una pequeña parada para reponer fuerzas cerca de un riachuelo, encontramos el sendero correcto de subida. Desde la cima, vimos a vista de pájaro como Eduardo deshacía el camino andando con su bicicleta, no entendíamos que podía haber ocurrido y por qué regresaba. Pero al día siguiente lo sabríamos.
El camino, tras esa segunda “picadita” del día, seguía llaneando por las alturas mientras las nubes del día feo nos protegían del duro sol que aguardaba su oportunidad para cansarnos. Creo que fueron unas 3 horas más y llegamos al mirador del valle, justo donde esta la “bajada de la ruina” un atajo vertiginoso para no dar una vuelta de más.
Las vistas son impresionantes y estar frente la panorámica del valle es como contemplar el gran banquete antes de lanzarte a por él. Bajo los pies, podemos ver Igrejinha, lugar donde pasaremos la noche.
Tomamos el atajo, que en algún punto es realmente vertical y arriesgado, y llegamos tranquilos y con un tiempo mejor de lo esperado a Igrejinha. Concretamente, en una primera casa al lado de una pequeña capilla, en la que pretendemos pasar la noche acampados para atacar al día siguiente la Cachoeira do Funi y el Morro do Castelo.
En algunos puntos hay antiguas escuelas y casas aisladas diseminadas por el valle, donde puedes pasar la noche alquilando un colchón sobre el suelo, una hamaca o bien acampar. También puedes alquilar cocina y comprar algunos víveres un poco más caros y escasos, pues solo se llega a pie o en burro.
El radiante día siguiente gracias al GPS hacemos el camino hacia Funi siguiendo el curso del río y sus saltos cuando normalmente se hace remontándolo. De nuevo, adrenalina en algún paso arriesgado y aventura buena en mitad de lo que ya empezamos a ver como un lugar único.
El valle se cierra entre las paredes verticales de sus morros y las venas de sus ríos, la vegetación es colorida y frondosa, los pájaros, las mariposas y las cascadas perfectas empiezan a hechizarnos. El sol sale cuando tiene que salir, nos bañamos cada dos por tres y seguimos saltando escalones del río hundiéndonos en el valle como lo harían Frodo y Sam en algún capitulo feliz de El Señor de los Anillos.
Tras Funi, pasamos cerca de la escuelita donde, tras cruzar el río, emprenderemos la dura y vertical subida al Morro do Castelo. Demasiado cargados vamos, pues queremos pasar la noche allí, un lugar que no nos lo creemos al llegar.
En la cima de ese morro hay una cueva gigante que se comunica con el otro lado de la montaña y da al valle inmaculado, donde se esconde la cascada que visitaremos al día siguiente: Calixto. La cueva, además, tiene un débil manantial de agua potable. Parece diseñado por los duendes, pues las vistas son espectaculares.
Tenemos tiempo de sobras, llevamos buen ritmo y decidimos comer, hacer siesta y bajar a la escuelita a dormir y bañarnos. Al día siguiente, nos espera una súper etapa rodeando el gran Morro, visitando Calixto y, si todo va bien, volver a Capão. Joe tiene menos días que yo (que soy nómada) y los otros recorridos implicarían demasiados días.
Allí nos encontramos a Eduardo, quien nos explica que se perdió en la encrucijada antes del escalón y gastó mucho tiempo en otro camino, así que resolvió volver e intentar por otro dando un gran rodeo. Al final consiguió llegar a Igrejinha y dejar su bicicleta allí. Quería disfrutar del trekking a pie y cargar la bicicleta a la vuelta en un burro. Demasiado incompatible el valle con las dos ruedas.
El calor del día deja paso al frío por la noche, pero una hoguera nos sienta tan bien como al perro de la casa, que despierta acurrucado entre los restos de las brasas para calentar su sueño.
Y dicho y hecho. Al día siguiente, bien pronto, nos lanzamos rumbo a Prefeitura, el corazón del valle, y entre zigzags seguimos dando la vuelta al Morro en busca de Calixto. Una buena caminata en mitad de un frondoso mato salido de las películas de elfos. Monos, serpientes, colibríes, todo tipo de vegetación, pétalos que adornan el suelo como si hadas hubieran pasado danzando cinco minutos antes frente a nuestros pasos, ríos y esa sensación especial de donde no hay presencia humana. Tan solo una cabaña derruida en uno de los giros del camino y poco más, un silencio absoluto.
Llegamos sudando la gota gorda por el calor húmedo que nos araña bajo las sombras a la preciosa Cachoeira do Calixto, donde nos dejamos refrescar una hora larga en ese lindo y especial “medio de la nada”.
Si queremos llegar esa misma jornada a Capão, tenemos que darle buen ritmo el resto del día, así que tras pelearnos con una dura y serpenteante remontada al altiplano, volvemos a las llanuras elevadas y su paisaje distinto, más digno de una sabana africana. Podemos contemplar como los morros se van haciendo pequeños a nuestras espaldas escondiendo el valle y sus recuerdos. Estamos andando por el lado opuesto que lo hacíamos dos días antes, el camino desaparece a veces y hasta con el GPS tenemos dudas. Un par de pequeños riachuelos nos refrescan, pero el cansancio y el sol se alían para ir aminorando cada hora nuestra marcha. Decidimos parar para reponer fuerzas y nos planteamos si intentar llegar a “casa” o hacer noche en una toca, una especie de cueva que se forma bajo grandes piedras de la zona.
Cocino un rico arroz paellero gracias a frutas y verduras deshidratadas y cuando decidimos hacer noche en la cueva, vemos que se acerca una tormenta fea por el horizonte. Entre eso y la gasolina que tenemos en los estómagos tras el descanso, decidimos lanzarnos rumbo al Vale do Capão a toda máquina.
Cansados, pero lo conseguimos. Llegamos de noche y, pese a lo intenso del ritmo de los 3 días, tenemos la sensación de haber vivido una gran experiencia, un privilegio que recordaremos siempre. Lo brindamos con una cena y cerveza fresca. Joe parte al día siguiente, entre burros, bicicletas y coches de Capão que le despiertan del ensueño del Pati, rumbo a Salvador de Bahía antes de regresar a su casa, ya definitivamente. Yo, pues como me he quedado con ganas de más, decido que ir con la bicicleta hasta Guiné y, desde allí, volver al valle encantado para hacer un recorrido que promete ser espectacular: el Cachoeirão por encima.
Y así lo hice. Un trekking en solitario durante dos días, dormir en una toca, vivir sensaciones únicas y otras cosas que os contaré en el siguiente capítulo de este VIDAJE 😉