Se cumple mes desde la salida desde Palau de Plegamans. Bajo una higuera y un atardecer de recordar, me despido de lo que ha sido “mi casa” estos últimos meses. Por fin vuelvo a la ruta, por fin retomo un viaje de aventura y placer con mi compañera de dos ruedas «Ona».
Una jornada al norte para tocar con los dedos el principio de la costa brava en Blanes, y luego, una larga “bajada” al Sur de la península. 
La costa del Maresme me anuncia pronto en el horizonte mi ciudad natal, Barcelona. Donde descubro la nueva perspectiva de ser viajero en mi casa.
Me despido de mis amigos por ultima penúltima vez y me lanzo entre los viñedos de la comarca de la Anoia rumbo a las tierras de Tarragona en un viaje inolvidable.
Voy sin prisa, disfrutando de los rincones que me gustan, me dejo ir… Pedaleo una o dos jornadas y me paro anclado a las gentes o los lugares 3 o 4 días.
No hay reto, ya hace tiempo que he cambiado kilómetros por vidómetros.
Tierra y mar se persiguen mientras yo serpenteo entre pueblos, olivos, pesqueros, parras, puertos, calas y ruinas romanas.
Tarragona ciudad impone, los pueblos de la costa me calman. Soy como un barquito de dos ruedas, buscando un amarre libre de puerto en puerto.
Sin darme cuenta el paisaje se funde en un cambio radical y llego al delta del Ebro.
Los laberínticos arrozales están llenos de rincones fotogénicos. El espacio, los colores, la luz cambian a cada kilómetro es una orgía paisajística.
El pescado y el cava ahora acompañan arroz meloso, y de postre aparecen las primeras naranjas.
El viento campa a sus anchas y me ayuda a girar por la vía verde que remonta el Ebro, rumbo al interior… Tortosa, Valderrobres y el frío que se escondía este otoño tras las montañas y que ya se va anunciando en los túneles del viejo ferrocarril por los que paso como un fantasma.
Los puertos ahora son de montaña y los barcos, castillos.
Las callejuelas también esconden sin mucho esfuerzo fotos que parecen sacadas de otro tiempo.
Más frío, pero cielo sigue despejado y la luna llena asoma por la noche como luz de mi mesita de noche en el hotel de las mil estrellas.
Al frío se le une el viento que me lanza hasta Morella y los recuerdos de infancia que se esconden tras sus murallas.
Su silueta me saluda desde lejos. Hoy el sol se ha encaprichado su perfil y acaricia su fortaleza entre las nubes de una tormenta que quiere y no puede.
Mi compañera de dos ruedas “Ona” se siente a gusto a mi lado, sin llevarme encima por un rato , descubriendo la ciudad amurallada trotando alegre entre calles empedradas. Parece que intuye que en un par de días nos lanzaremos de bajada hasta Peñíscola donde se reencontrará con el mar.
Pero eso os lo cuento en la próxima entrada 😉
