Una vez cruzado el río São Francisco solo queda lanzarse rumbo a Aracaju, la capital del estado de Sergipe.
Los moradores de Brejo Grande, sin embargo, me advierten de la peligrosidad de la carretera principal, muy transitada, con muchos accidentes y sin acostamento (arcén), así que decido ir por una ruta de ripio que transcurre más cerca del mar.
Es un camino casi desértico, muy arenoso y pesado para pedalear que transcurre, más que entre pueblitos, entre grupos de casas y fazendas perdidos en la nada que habita entre el mar, las dunas y los humedales.
Por suerte algún colorido árbol regala de vez en cuando una sombra en la que tomar fuerzas y agua. En Brasil no todo es verde, el ipê-rosa y otros árboles coloridos aparecen de la nada destacando entre la “monótona” selva.
Alguna ranchera o moto solitaria rompen la rutina que se alarga un par de jornadas, lo que debía ser solo una. El ganado a menudo detiene su paseo ante esa especie de vaca metálica con cuernos que se cruza en su camino, Ona también mira curiosa.
No me asomo a las playas, pues parece un trabajo difícil cruzar los largos caminos ya de pura arena con una bicicleta que pesa 70 kg.
Tras el sube y baja de un gran puente típico de estas grandes ciudades que nacen entre ríos, llego a Aracaju donde me espera un couch surfer genial y unos días urbanitas que esconden un eclipse lunar espectacular junto a un giro en el guión que me lleva a pasar una semana de nuevo a Brejo Grande y, esta vez en coche, disfrutar de esas playas que me salté.
Las puestas de sol al lado del mar, en desiertas playas peinadas caprichosamente por el viento son de cine. Me recreo con la cámara y con las siluetas del cambio de guión que eclipsan el paisaje haciéndolo más espectacular.
Los días en el pequeño pueblo son tranquilos, costumbristas. Visito los criaderos de camarón que inundan los campos también inundados por el agua del amigo rio São Francisco.
Los niños juegan con caballos, palos y piedras. Las familias se mueven con carretas tiradas por burros o caballos como si nada hubiese cambiado en siglos, pese a quejarse en las conversaciones de lo rápido que está cambiando todo.
Las garzas danzan entre las plantaciones marcando territorio de pesca. La fauna resiste lejos del asfalto y es normal cruzarse con serpientes, lagartos, muchos tipos de ave y escuchar todo tipo de sonidos por la noche.
Al atardecer, además del sol, arden las malas hierbas y hojas secas de las palmeras afeitadas que los campesinos queman en mitad del laberinto de caminos.
El tiempo se espesa tanto que salta mi alarma antirutina… Ona está celosa y con ganas de seguir el viaje, así que me convence y me libera de la telaraña de espinas llevándome de nuevo a volar como un pájaro discreto por las carreteras rumbo al sur, en busca de Salvador de Bahía, donde se nos va a terminar la playa y el mar por un buen tiempo, pues la idea es girar hacia el interior del estado para conocer la famosa Chapada Diamantina.
Seguimos el camino y acampamos en las últimas lindas playas donde empiezo a trabajar desde la misma tienda de campaña en mi proyecto para unir música y viaje “Canciones por Kilómetros” que podéis seguir en mi web.
Es increíble lo que se puede realizar desde cualquier lugar del mundo gracias a la tecnología. Es una suerte ser nómada en estos tiempos, hay que aprovecharlo.
Imbasai antes de la atestada Praia do Forte me regala un paraíso único con un pequeño río en el que puedes estirarte en la desembocadura frente al mismo mar. También altas palmeras y dunas que recompensan los pedaleos con el viento en contra de esos días envolviéndome de paraíso.
Moraleja: Siempre es mejor seguir volando que quedarse atrapado en cualquier red, por muy bonita que esta sea, al final la araña de la rutina te va a atrapar.
Nos seguimos viendo en el próximo artículo 😉