Y a trote lento, como si de un burrito se tratase, Ona me ayuda a fugarme por fin del Vale do Capão. Dejamos atrás amigos, lecciones y experiencias a cambio de nuevas aventuras en Guiné con una última visita al Vale do Pati, concretamente al “Cachoeirão por cima”. El coreto con sus domingos de capoeira ya son pasado y el presente bajo las ruedas es bordear las murallas de la Chapada Diamantina rumbo al sur.
Apenas se secan las lágrimas invisibles de las entrañables despedidas y ya estoy saltando de subida en bajada del terrible ripio del camino, como los “micos” lo hacen de árbol en árbol y algún poste eléctrico.
Después de tanto tiempo parado, regresar a la ruta es como volver a casa. Una sonrisa tonta se cuela en mi actitud de pedaleo maravillado de nuevo ante tanto espacio libre en 360º y mapas con infinitas posibilidades. Las charlas con los lugareños que se acercan a curiosear cuanto paro a descansar me devuelven a mi papel de nómada.
El señor Sebastião, serio a primera vista, me muestra orgulloso su impecable bicicleta roja antes de advertirme sobre las duras primeras rampas del segundo día. Y allá vamos cuesta arriba… ripio, casas aisladas, perros marcando territorio, agua milagrosa, torrentes donde robar una sombra y, por fin, bajada donde volar.
En Guiné, la primera noche, me dejan acampar en la escuelita y en la segunda, ya lo hago en un hospedaje con el que pacto un trueque de fotos por noche y custodia de Ona los dos días que me perderé de trekking.
Bien pronto, para evitar el sol más rebelde, arranco en solitario rumbo al Pati, por un camino nuevo. Es espectacular acercarte a las paredes de la Chapada, se van agigantando a medida que buscas sus pies. Parecen la muralla de algún reino entrañable de “El Señor de los Anillos”.
Como un hobbit empiezo la tranquila subida serpenteando por un raquítico camino que me llevará al altiplano.
Allí, una buena caminada hasta llegar al mirador que ya conocía de una semana atrás (en el capítulo anterior) y que ahora alberga a unos caminantes mudos y vírgenes ante la panorámica del inicio de los caminos que les llevaran a sus aventuras por el valle. Todos bajarán después de reponer fuerzas, yo en cambio voy solo hacia el sur, sin bajar al valle, busco otra ruta, la del “Cachoeirão por cima”.
Paso unas horas solo, mirando el GPS de vez en cuando pues el camino se esconde en algún punto. Muy pocos pasan por aquí pero antes adentrarme en una vertiente me cruzo con un joven y sus tres burros de carga que llevan provisiones al valle. Le pregunto por el agua y me dice que cuidado, que no voy a encontrar mucha en la zona donde voy.
Eso me preocupa. No me queda mucha agua, el camino es largo, el sol duro, faltan horas y voy a pasar la noche allí en solitario. Si no repongo agua en el riachuelo que dicen que hay por allí, como había supuesto, lo pasaré mal.
A pesar del GPS, pierdo unos buenos minutos en una ladera en la que le camino juega al escondite y la bajada confunde. Por fin me ubico y voy siguiendo el sendero que me llevará primero a la
Toca do Gaviao (una cueva donde pasaré la noche) y después, más allá, al famoso Cachoeirao.
Cuando estoy llegando a la toca, me encuentro que el riachuelo casi está seco y la poca agua que corre esta muy estancada, roja, no da muy buena pinta. Llevo purificador por luz ultravioleta, pero no un filtro para quitar las impurezas grandes. Por el momento seguiré el camino a ver si hay mas suerte cerca del Cachoeirao y en el peor de los casos cuando regrese por la noche a ese punto a dormir usaré esa.
El camino hasta la meta es interesante, pero lo eclipsa por completo la llegada. Es tan brutal la vista del anfiteatro, tan perfecta la roca que se asoma para que, si tienes valor, te sientes suspendido en el vacío, que pasa a ser uno de los momentos top de tu vida.
Solo ante ese espectáculo, ese valle inmaculado salpicado de lilas y todos los tonos de verde bajo tus pies cansados, esa recompensa al esfuerzo del camino, esa consciencia de la suerte de ver estos lugares, esa sensación de estar tan vivo y que valen la pena cada una de las subidas pedaleadas, hacen que a uno se le escapen lágrimas y gritos que allí, el eco le devuelve para dar compañía.
Tras la sesión de disfrute y fotos, la suerte esconde un pequeño hilo de agua más limpia cerca, donde pacientemente lleno mi par de botellas y repongo de nuevo fuerzas.
La noche está salvada, regreso a la toca y me preparo para acampar bajo la roca mientras hago un fuego que no solo calienta el agua para hacer una sopita, sino que da compañía y ahuyenta a las fieras imaginarias que ya empiezan a asomar en mi imaginación.
Una tormenta se acerca y descarga más miedo sobre mi noche. Siento la soledad rodeándome y retándome a reflexionar. Soy nómada, estoy acostumbrado a estar solo, pero esa soledad en mitad de una grieta, sin nadie realmente a muchas horas y sin mi bicicleta y cachibaches me toca, me asusta y al mismo tiempo me gusta como me gustaba en las soledades de la carretera austral de la Patagonia.
La tormenta pasa de largo y parecen unos sapitos en la cueva que quiebran el silencio mental y me hacen compañía. Pienso: – Si ellos están aquí, no creo que vengan serpientes a menudo por esta cueva. El fuego se consume y dejo que el cansancio del día cale en mis parpados.
Al día siguiente tras el café matutino y admirar el privilegiado fondo de pantalla, regreso a Guiné a paso ligero, pues una vez conocido, el camino de vuelta es fácil. Me paro de nuevo ante las murallas naturales para sacar una foto y despedirme de la Chapada.
Ona me espera impaciente por seguir en ruta volando bajo sol y luna rumbo a Minas Gerais y la famosa Estrada Real, una especie de Camino de Santiago brasileño que me descubrió nuevos paisajes e historias en un nuevo estado de este gigante país que es Brasil.
Os lo cuento todo en el próximo episodio.