Finalmente abandono los dominios de la Chapada Diamantina y pedaleo unos días hasta el límite del estado de Bahía con el de Minas Gerais, nuestro próximo objetivo que alberga la Estrada Real, una especie de Camino de Santiago a la brasileira.
En la frontera, por una cuestión de fechas a causa de la próxima visita de un amigo que me esperará semanas más tarde cerca de Rio de Janeiro, debo hacer un salto en autoestop un par de jornadas saltando tierra de nadie hasta acercarme a Ouro Preto, ciudad donde inicio el camino viejo de la Estrada Real. Allí, además, me esperan con los “mates abiertos” unos queridos amigos argentinos que conocí en el nordeste de Brasil y que han parado en la ciudad para tener a su primer hijo.
El mundo y el viaje se ven muy distintos desde un camión que te lleva a toda velocidad por las carreteras. Desde la ventanilla voy pensando en la cantidad de aventuras que me pierdo al ir tan rápido. Realmente andar en bicicleta te permite descubrir mil rincones, abrir caminos y amistades en cada jornada. En vehículo, los kilómetros vuelan y no calan del mismo modo. La prisa y el objetivo frente a la calma de saborear cada metro.
Llego a Ouro Preto y descubro una ciudad preciosa y Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, donde las calles empedradas de estilo colonial sudan historia. Además, el entorno natural es espectacular y, más que una ciudad, tienes la sensación de estar en un pueblo grande anclado en la historia.
Desde la ventana de la casita de mis amigos la vista es impresionante e invita a charlar con calma y tocar la guitarra conversando de viajes, la vida y demás.
Tras el safari fotográfico de rigor por la ciudad, cazando a la Iglesia de San Francisco y las empinadas calles coloniales, me lanzo a descorchar el camino viejo de la Estrada Real, que nace en Ouro Preto y me llevará hasta el mismo Paraty en la costa, frontera entre São Paulo y Rio.
La estrada persigue el antiguo camino que realizaban los portugueses y sus cargamentos de oro y otras riquezas desde el corazón de Minas Gerais hasta los barcos que esperaban en el mar.
El que yo seguiré es el viejo, de 720 km y con más de un 80% del camino de tierra, y un sinfín de toboganes durísimos por sendas que en algún punto prácticamente desaparecen.
Puedes pedir un pasaporte de viajero que te van sellando en los pueblos y ciudades principales como sucede con el de peregrino del Camino de Santiago.
En el recorrido vas encontrando unos hitos kilométricos característicos que marcan la dirección a seguir y distancias entre pueblos clave. Yo fui por libre con la ruta marcada en el GPS del teléfono que me ayudaba a guiarme en lugares donde la senda prácticamente desaparecía en cruces y pueblos que no estaban bien señalizados. No es una ruta muy transitada, cosa que para mí es un aliciente, pues da más tranquilidad, aventura y autenticidad.
Las primeras jornadas fueron sufridas pero muy disfrutadas. Una continua serpiente de subidas y bajadas que te rompe las piernas, pero te pone en forma. El aliciente es descubrir un nuevo paisaje de minas y su cultura. Las rampas son tan duras que en algún tramo desproporcionado ponen a prueba la paciencia y te obligan a poner el pie a tierra y empujar, cosa que en estos casi 6 años de nomadismo ha pasado muy pocas veces.
En los pueblitos, los niños te ven como un superhéroe llegado de la galaxia Barcelona -Messi – Neymar y siempre hay tiempo para una foto bicicletera y unas charlas que quien sabe si germinaran en algún joven aventurero.
Tras visitar Congonhas y los frescos de su mítica iglesia, con las estatuas de los doce profetas del Antiguo Testamento, los caminos de tierra roja me llevan hacia al sur. Mis días se van haciendo más y más rudos, pero me acostumbro a la ruta y a la acampada improvisada en lugares tranquilos y verdes.
El tiempo transcurría entre un entorno muy rural, rojo en la tierra, verde a los lados y azul en el cielo despejado. Todo ello entre bosques, selva, plantaciones, ganado, casas de campesinos, lagunas, ríos, pueblitos aislados y un eterno subir y bajar. Me alimento de queso minas, muy famoso en todo Brasil, y otros platos populares que amablemente me ofrecen algunos lugareños tras charlas bajo la sombra que descorchan confianza.
Realmente es un duro recorrido en algunas jornadas, parece que no querían saltarse ninguna cima en el camino cuando lo trazaron. Recuerdo que alguien me lanzó la teoría de que era por un tema de seguridad ante los asaltos de ladrones y piratas de aquellos tiempos. De ese modo, los cargamentos no transcurrían por los valles y evitaban las emboscadas.
De vez en cuando, la Estrada Real tenía alguna alternativa paralela por asfalto, mucho más rápida y leve para las piernas, pero, la verdad, preferí el duro ripio sin camiones que te pasan a centímetros en algunas ocasiones y que compensa con un mejor paisaje a la vera de los árboles que refrescan mucho más que la ardiente lengua alquitranada.
En el próximo capítulo os cuento más sobre el corazón de Estrada Real y sus cosas buenas y malas. que pasaron antes de llegar a Paraty y a mi querida Ilha Grande.