Nueva York es una ciudad con un poder mágico: le cambia el rostro a los que la visitan, al menos durante los primeros días o semanas. La capital del mundo se visita en vertical, hacia arriba. Y no se mira, se admira, porque al subir la cabeza para observar sus altos edificios un acto reflejo nos abre la boca de par en par. Pruébenlo, pruébenlo.
Nueva York siempre ha ostentado el apellido “ciudad de los rascacielos” aunque no es la primera que los tuvo ni la que tiene los edificios más altos. Pero sí ostenta, por ahora, el honroso privilegio de ser la que más edificios altos tiene. Eso, y el ser el escenario natural del poder, el lujo, la riqueza y la decadencia en el mundo del cine la han convertido en un lugar alucinante y a la vez familiar. Hay pocas ciudades en el mundo en las que tienes la sensación de sentirte como en casa.
Pasear por Nueva York es como caminar por el vientre de un bosque en el que los árboles son de acero revestido por cristal y ladrillo. Moles inmensas que dejan ver la ciudad y que envuelven al viajero hasta hacerlo pasar desapercibido. No son enjambres como se dice habitualmente sino gigantes sin brazos lo que los hace más estilizados y vigilantes. Cuando uno llega a Nueva York tiene la sensación de ser observado. Desde alguna ventana iluminada, alguien espía los movimientos sonámbulos del visitante. Esta masa de líneas rectas revolucionó el panorama urbano y urbanístico de las ciudades.
La peculiar silueta de Manhattan comenzó a cobrar forma con la introducción del acero como material de construcción y la creación de los primeros ascensores. Hasta entonces la altura era directamente proporcional a la cantidad de escalones que era posible subir sin cansarse.
Tendríamos que remontarnos muy atrás para ver un Nueva York sin rascacielos, hasta 1880. Entonces, el edificio más alto de la ciudad era la Trinity Church que, con pináculo incluida, llegaba hasta los 87 metros de altura. La iglesia, símbolo religioso en pleno Wall Street fue la tercera edificación en el bajo Manhattan y ya, aunque de manera algo más mística, dejaba entrever el afán por alcanzar los cielos que luego se extendería a la clase financiera y empresarial.
Pero en otros lugares como en Chicago ya se estaban construyendo edificios de más de 100 metros, tope mínimo para considerar una torre como rascacielos. De hecho, fue un arquitecto de esta ciudad norteamericana el que diseñó y construyó el primer rascacielos de Nueva York. El arquitecto, Daniel Burman, levantó el edificio Fuller, más conocido como “Flatiron” (plancha en inglés) por su característica y arriesgada forma.
Cuando el Flatiron se construyó en 1902, los ciudadanos hacían apuestas de cuánto duraría en píe y hasta dónde llegarían los escombros cuando el viento lo derribara. Situado entre las calles 22 y 23, a la altura del Madison Square Garden, aún retumban en sus esquinas el grito “23 skidoo”. Eran tiempos de recato y las corrientes de aire que producía la forma del “Flatiron” levantaba las faldas de las damas dejando entrever los tobillos femeninos.
Los mirones se colocaban en la calle 23 para disfrutar del espectáculo, y la policía, cumpliendo estrictamente su deber, intervenía para expulsarlos al grito de “skidoo”, algo así como “lárgate”. Estar frente a a este edificio histórico nacional, declarado en 1989, provoca una sensación rara entre la belleza y la locura, la misma que llevó al arquitecto Durham a hacer una obra de arte.
El Flatiron abrió camino en el uso del acero y vía libre para la altura de otros muchos edificios en Nueva York. En el primer tercio del siglo XX se levantaron el One Times Square, conocida como la Torre del New York Times; el edificio Singer, con más de 187 metros; la Torre Metropolitan Life, que fue el edifico más alto del mundo durante algunos años; o el edificio Woolworth, inspirado en la arquitectura gótica y en el que su promotor y su arquitecto quedaron inmortalizados. Esta última construcción aún sobrevive y luce en la gran manzana, aunque sin robar protagonismo al Chrysler Building y al Empire State.
Situado en el 405 de Lexington Av., la historia del edificio de la famosa industria automovilística tiene, como todo en esta maravillosa ciudad, una historia apasionante y frustrante al mismo tiempo. Walter P. Chrysler trabajaba en los ferrocarriles hasta que se dio cuenta de que le podía ir mejor con los automóviles. Con esta intención fundó la corporación que lleva su nombre y emprendió la mastodóntica construcción de un gran edificio en Nueva York.
No sólo quería superar en altura al Banco de Manhattan, sino crear una obra de arte que simbolizara la comunión entre diseño y efectividad. El encargo lo recibió William Van Alen, que levantó los 77 pisos por los que obtuvo una pobre recompensa. Chrysler le acusó de aceptar sobornos por parte de los constructores y se negó a pagarle. El magnate se las gastaba de tal manera que Van Allen no pudo hacer nada y su carrera se hundió. Sin embargo, su obra permanece como referencia arquitectónica que convirtió lo mecánico en artístico.
La aguja que corona el edificio en estilo art decó representa un radiador, los retranqueos están adornados con ruedas, tapones de radiador y otros elementos, y las gárgolas están basadas en el modelo Plymouth del 29. Igual de impresionante es su vestíbulo. Decorado por Edward Trumbull y lujosamente decorado sirvió de exposición para los modelos de Chrysler. Lo paradójico es que la corporación automovilística no utilizó ni uno solo de sus 319 metros, ni de sus 77 plantas como sede.
Eso sí, tuvo el honor de ser el edificio más alto del mundo durante 11 meses, en concreto hasta el 1 de mayo de 1931, fecha en la que se inauguró el Empire State Building.
Los datos que envuelven a la más neoyorquina de las torres de Manhattan son tan abrumadores como su presencia: 381 metros de altura (448,7 metros hasta la antena), 102 pisos, 1.872 escaleras, 65.145 ventanas y 72 ascensores. Las excavaciones para construir el Empire State Building comenzaron en 1930 y las obras terminaron 1 año y 45 días después. Costó 41 Millones de dólares, y debido al Crack del 29 no comenzó a ser rentable hasta la década de los 50.
Son las cosas que tienen las apuestas, que uno se pone gallito y acaba construyendo uno de los edificios más altos del mundo. Walter Chrysler retó a John Jakob Raskob (fundador de la General Motors) a que no sería capaz de superar su rascacielos. Podía ser una metáfora de su ego, pero era real. Estos hombres, como faraones del Siglo XX querían perpetuarse en estos edificios, y vaya si lo consiguieron. Al modo de las pirámides egipcias, estas moles de acero son identidad de la ciudad y marcaron tendencia.
Para superar al Chrysler, Raskob eligió al arquitecto William Lamb que diseñó el edificio inspirándose en la forma de un lápiz y con una consigna del promotor grabada a fuego: “Hágalo tan alto como sea posible sin que se caiga.” El Empire State Building es una metáfora del egocentrismo, del afán empresarial, del emprendimiento, de la ambición, y de la voracidad consumidora.
Fue el edificio más alto del mundo hasta que en 1972 la construcción de la Torre Norte del World Trade Center lo desbancó del puesto. Actualmente es el 10º edifico más alto del mundo y vuelve a ser, desde septiembre de 2001 el más alto de Nueva York. 4 millones de personas visitan cada año sus 2 miradores y admiran la grandeza y pequeñez del ser humano desde su piso 102. Y, como puedes imaginar, ha sufrido multitud de acontecimientos: desde el accidente de un bombardero B25 en 1945 contra el piso 79 provocando la muerte de 14 personas hasta la celebración de bodas en el día de San Valentín, no sin antes haber pasado unos arduos trámites. Por no hablar del centenar de películas que se han rodado en sus instalaciones. Desde el Top of the Rock, en el Rockefeller Center, tenemos un mirador de lujo para admirarlo de tú a tú.
En Nueva York existen más de 150 edificios que miden más de 150 metros. 150 rascacielos que se pueden ver en un lugar sin pretensiones de altura. En el Museo de los Rascacielos, un lugar donde estos edificios son objetos de diseño, productos de la tecnología, lugares de construcción y lugares de trabajo y residencia. Visitándolo es la única manera de observar y comprender las alturas de Nueva York sin que nos deje boquiabiertos, aunque no dejará de admirarnos.
*Fotos realizadas con la Lumix DMC-GF6
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