Lo dejamos en mi llegada a Feira de Santa Ana, una ciudad anunciada como “peligrosa” en la que encuentro un oasis en casa de Jorge Galeano, un nuevo amigo argentinouruguayobrasilero cicloturista, guitarrista virtuoso y reconocido pintor que me cobija a la sombra de su arbolado jardín y preciosa casa. Jorge además es un excelente cocinero y domina como nadie el arte de las brasas, el pique gastronómico y guitarrístico está servido…
A los ricos asados puedo igualarlos con una fideuá y mi famosa tortilla, pero unas lentejas a la leña me derrotan completamente.
Cuesta partir de un lugar así, pero la Chapada es la tierra prometida y con la memoria de los coloridos cuadros de Jorge, que me muestra en el taller que tiene en la universidad donde imparte clases de pintura, me enfrento al gris y desértico tramo que hay desde Feira hasta la soñada Chapada Diamantina.
Son unos 300 km que recorro en duras jornadas bajo un sol y un calor de justicia y a través de un paraje que es lo más parecido a un desierto de Baja California que a todo lo que uno pueda imaginar a priori de Brasil. Puro sertão como llaman los brasileros al interior seco y que viene de la palabra desertão… (desiertazo).
Apenas hay sombras entre los pueblecitos de la ruta alternativa, mas tranquila que elijo. Al mediodía me cobijo en almacenes a comer algo mientras me veo en mitad de escenas cotidianas que parecen salidas de películas del lejano oeste.
Ganaderos, políticos corruptos, el sheriff del oeste, el que se hace el tonto del pueblo pero es más listo que los demás… y un sol abrasador que sufro en una larga primera etapa de casi 100km.
Esas temperaturas tienen preocupados a todos. En las charlas bajo las pocas sombras repiten que en esta época del año no es normal esta sequía y mientras pedaleo veo la mayoría de las pozas secas acechadas y animales raquíticos que se acercan a sacar petróleo antes de tirarse a la enésima siesta…
Entre correcaminos y cactus pasa el día hasta que las sombras se alargan, es hora de parar en un pueblo sin nombre antes de la puesta de sol a buscar un lugar donde plantar tu tienda de campaña. En este caso, la escuelita está cerrada y un lugareño al que previamente había saludado con buena onda, me la devuelve y me ofrece una casa vacía vecina que está reformando.
Me baño con un cubo de agua templada en el patio trasero y salgo a tomarle el pulso al pueblo, o mejor dicho a la calle, pues simplemente son un grupo de casas entorno a la carretera.
Los niños se acercan a curiosear y los perros famélicos piden propina a la puerta del mercado mientras el sol se esconde de todos, allá en el oeste, marcándome el camino a seguir el día siguiente.
Por la mañana, tras el café y las despedidas, sigo pedaleando esta vez bajo un techo de inesperadas nubes que da un poco de tregua a los neumáticos de Ona. El calor no se ha ido del todo y unos dulces ananás (piñas) a 25 céntimos de euro, me dan gasolina para continuar a buen ritmo.
En las cunetas, los urubúes picotean la carroña que se cobra el tránsito mientras mi extraña bicicleta y yo somos el espectáculo exótico del mes (o del año) para las familias humildes que viven en los márgenes de la carretera aburrida.
Si la piña refrescaba, más lo hace la siesta que me regalo después de comer en una gigantesca gruta que encuentro antes de llegar a Itaberaba, otro pueblo grande con mala reputación.
Paso la noche acampado en una comisaría/prisión en la que vivo momentos surrealistas dignos de un capítulo entero del futuro libro del Vidaje (tendréis que esperar…)
Parto al día siguiente y en dos jornadas tranquilas me planto en Lençois, una de las puertas de la Chapada Diamantina, ya en pleno parque nacional.
Me gusta y, pese a la presencia de turistas, las calles empedradas, las construcciones de aire colonial, los detalles de pueblo (como el de secar las sabanas en las ardientes piedras del margen del rio), los niños a caballo y el aire tranquilo en sus plazas, me hacen sentir que llego a otra “casa”.
Por unos días hago un trueque con los amigos del hermoso camping Lumiar.
Aparece un vecino inesperado, un conejo simpático y desvergonzado que salta libre y curioso por esos terrenos y que se viene a ver quien es ese que acampa junto a su árbol preferido, una Jaqueira enorme y centenaria que da sombra a medio camping.
Al día siguiente del aterrizaje, camino a pasar el día al Riberão do Meio, un gran pozón con tobogán natural, que recompensa la caminada bajo el sol terrible. Ni los lindos colibríes ni yo dejamos de visitar el agua cada pocos minutos.
Por la tarde me da tiempo a trepar el rio que acaricia Lençois rumbo a las piscinas naturales que hay más arriba donde los locales refrescan las tardes con la vista panorámica del pueblo a sus pies.
Siguiendo esos senderos más al sur, otro día, me voy a conocer la pequeña pero linda cachoeria (cascada) primavera, que es solo un pequeño aperitivo a lo que vendrá los días siguientes, con espectaculares rincones y aventuras que convertirán a la Chapada en uno de los grandes capítulos de estos años de Vidaje.
Os lo cuento en el próximo capítulo… 😉