Nordeste de Brasil, Ceará
La ciudad de Fortaleza me trata bien, pero estoy sediento de aventura y de pueblecitos pequeños. Me despido de sus luces de neón en busca de noches estrelladas. El último “trago” comiendo el típico cangrejo en la «praia do futuro” ya me sirve la primera cucharada de lo que será el la costa de Ceará.
En apenas una jornada y unos kilómetros aparece la tranquilidad y las escenas que quiero capturar con mi cámara y con mis sentidos.
Atardeceres en mansas playas donde los pescadores lanzan sus redes para llevar un bocado a casa y si hay suerte vender o intercambiar por algo con el vecino.
Las Jangadas (barquitas de pescadores) se alienan esperando el turno de salir a faenar por la noche, mar adentro o al otro lado de los numerosos arrecifes. Muchos ríos se lanzan al mar y los pueblecitos crecen a sus veras. Mientras pedaleo saltando sus puentes, la costa empieza a mostrar las primeras “falesías”, acantilados, que en esta zona son de origen sedimentario con los que el viento y el mar juegan haciendo filigranas, cuevas y gritas de tonos ocres que son la marca de la zona.
Las sonrisas afloran sin prolegómenos lejos de las grandes ciudades y siempre hay tiempo para charlar y tocar la guitarra con amables locales que pese a estar acostumbrados con el turista, no lo están tanto con un extraterrestre sobre dos ruedas.
Las playas desiertas de arena dura en gran parte ciclable, acogen la danza del ciclo de la vida. Urubúes carroñeros en busca de tortugas agotadas, pescadores en busca de pescado, delfines en busca del pescado que dejen los pescadores… El ying yang del planeta que va calando de reojo en mi vidaje.
Las infraestructuras, como los lugareños, son humildes y el mar abusa de ellas de vez en cuando, es otro toma y daca de la vida… Te doy comida, te mando sequía, te doy cobijo, te lo destruyo, te doy belleza, te hago sufrir…
Cuando ya me estoy acostumbrando a la tranquila costa aparece en el mapa un punto turístico fuerte, la playa de Canoa Quebrada. Por suerte llego entre semana y está más tranquila de lo temido. La bicicleta me hace de manager de nuevo y me regalan un vuelo en parapente sobre los espectaculares acantilados que son los responsables de canalizar el viendo que viene del mar hacia el cielo, generando así un flujo interminable en el que flotar.
Genial experiencia y perspectiva
El viaje sigue costeando esta vez algún que otro manglar. Los pescadores me arropan, cobijan y me dan de cenar ricos pescados o ricas Moquecas de marisco. Acompaño a algunos a pescar y aprender la técnica de tirar la red mientras de paso, les robo fotos de su faenar.
Para descansar de asfalto, pedaleo porciones de playas infinitas cuando la marea es baja y la arena parece piedra.
Algún río mayor te obliga a subirte a una balsa para cruzar al otro lado. Es ahí donde abundan los salares que tiñen de blanco radiante los horizontes y de esa industria nacen pueblos mayores que en breve serán ciudades.
Otra industria asoma con fuerza, la eólica. Para mi pesar, pues el viento constante y potente en esta zona, me hace la vida imposible en las carreteras. Pedaleo perezoso
contra él, entre gigantes cual abatido don Quijote.
No es fácil dejarse caer en las numerosas hamacas que encuentras por todos lados, ni tampoco abandonarse unos días en algún pueblecito “sin nombre” en el que asistir a la vida tranquila de los lugareños. Partidos de futbol en la playa, puestas de sol de ensueño, pescadores orgullosos de sus trofeos…
Vida de costa, objetivo cumplido, ya no me acuerdo de los neones y asfaltos y eso que estoy solo a medio Ceará.
Remataremos este estado en la próxima entrada, rumbo a Rio grande do Norte. Nos leemos.
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