Volver a la ciudad e la luz es siempre una fiesta para todos los sentidos, y hacerlo en invierno acentúa aún más las sensaciones. El frío convierte a París en una ciudad más romántica, y uno no puede evitar ser transportado al siglo XIX.
Y es que la Ciudad de la Luz es por un lado inalterable y clásica y por el otro terriblemente moderna, es aquella de los cabarets del Boulevard de Clichy, la del Moulin Rouge y de los burdeles y escenas cotidianas de Montmartre pintadas por Toulouse-Lautrec, la de señoras con tocados imposibles de plumas y vestidas con terciopelos y sedas cruzando el Pont Neuf.
Uno vuelve a vivir esa fiesta del lujo y del glamour de los escaparates del Boulevard Haussman, de las tiendas a la puerta de la Madeleine, de las pastelerías, sus macarons y sus chocolates de Fauchon, también en el olor a crepes y castañas asadas de Le Marais.
París en invierno es la Torre Eiffel jugando al escondite con la niebla y el sonido del mercadillo de Navidad de Les Champs-Élysées.
París en invierno es la Torre Eiffel jugando al escondite con la niebla y el sonido del mercadillo de Navidad de Les Champs-Élysées. Siempre nos quedará el París del arte y de los artistas eternos, el del Louvre, el de los impresionistas de Orsay y el de los contemporáneos en el Pompidou. El de las portadas de revistas y postales que venden los antiguos libreros de la ribera del Sena y el de la alta costura abandonada a la suerte del comprador en los traperos y anticuarios de Le marché aux puces de Saint-Ouen.
Y como no, siempre nos quedará el París de los paladares más selectos, el de grandes restaurantes y alta cocina, el de los quesos, el del foie y de los excelentes vinos.
Cuando te vas de París, te sientes como un Humphrey Bogart al pie de un avión pensando que volverá, y que ella permanecerá ahí, ajena al paso del tiempo.
«Siempre nos quedará París»
*Vídeo realizado con la Lumix DMC-G6