Luis Miguel nos adentra con su Lumix S1H en los paisajes montañosos de Irán, cuna de la civilización y un país que conoce a la perfección. Recorre con él sus cumbres, su hospitalario pueblo y sus profundas raíces culturales que hacen de Irán un país por descubrir.
Posiblemente Irán sea uno de los destinos que sorprende más gratamente a los viajeros que deciden visitarlo ya que, a menudo, es víctima de prejuicios y desinformación. Entre sus fronteras alberga un gran número de maravillas que rápidamente fascinan a todo el que se adentra en su territorio. Una nación con profundas raíces culturales, cuna de la civilización, un rico y variado patrimonio natural y un pueblo tremendamente hospitalario son algunas de las virtudes que, sin duda, nos cautivarán inmediatamente.
Los lazos que me unen con Irán van mucho más allá del amor espontáneo que suele sentir cualquier viajero al descubrir con asombro este país. Desde hace años mis relaciones personales están arraigadas con fuerza a este lugar, sintiéndome cada vez más parte de él. Hace tiempo que perdí la cuenta de las veces que he aterrizado en la ciudad de Teherán y cada vez me resulta más difícil distinguir entre la sensación de viajar o simplemente regresar.
Mi trabajo profesional como fotógrafo y videógrafo se desarrolla habitualmente en las montañas. La pasión que siento desde niño por estos santuarios de la naturaleza me ha llevado a menudo a desarrollar mi actividad profesional entre las cumbres más altas. En todos mis viajes a Irán la montaña ha cobrado un gran protagonismo, contando con la ventaja de poder descubrir todos los rincones de estas cordilleras de la mano de mi compañera: la alpinista e himalayista iraní Parvaneh Kazemi.
SHIR KOH, LA MONTAÑA DEL LEÓN
Acabo de aterrizar una vez más en el aeropuerto Imán Jomeini. Todavía no ha salido el sol y Parvaneh me está esperando para dirigirnos directamente a Yazd, una de las ciudades más antiguas de Irán, donde guiaremos, en unos días, a un grupo de amigos procedente de España.
Recorremos los casi seiscientos kilómetros que nos separan de nuestro destino, a través de los áridos paisajes del desierto central. Nos dirigimos al punto más elevado de la región de Yazd: la cumbre del Shir koh, la montaña del león (4.075m). Queremos reconocer personalmente el terreno antes de ascender con el grupo que vamos a guiar en las próximas semanas.
El paisaje que conduce hasta la cumbre de esta montaña es muy singular, una superficie tremendamente agreste, recortada entre grandes paredes de roca vertical y profundos cañones. A pesar del gran desnivel que separa Debala, la aldea donde aparcamos el coche, a la cumbre del Shir koh, decidimos aprovechar la jornada para completar la ascensión hasta la cima. Llegamos al punto más alto con las últimas luces, disfrutando de un maravilloso espectáculo. Durante el descenso, ya de noche, decidimos dormir en un pequeño refugio.
LA HORA MÁGICA
Debido a la intensa jornada que hemos vivido, recién llegado a Irán, apenas he tenido un momento para trabajar con mi cámara. A pesar del horario tan ajustado no puedo resistirme a sacar tiempo para disfrutar de dos instantes mágicos que nos regala la naturaleza: el crepúsculo, desde la cima del Shir koh, y la luz del amanecer, mientras descendemos de la montaña al día siguiente. Con la caída del sol, las luces doradas del atardecer van dando paso poco a poco a la hora azul que remata la jornada con bellos tonos púrpuras, creando una amplia gama de transición entre tonos cálidos y fríos. Una secuencia de matices espectacular que siempre me gusta apurar con paciencia.
Todavía se pueden sentir las secuelas del fin del invierno y a más de cuatro mil metros aguanto el intenso frío del anochecer en mis manos, sujetando firmemente la cámara mientras la luz se va perdiendo entre las montañas y la inmensidad del desierto.
Por la mañana, muy temprano, comenzamos el camino de retorno al valle. Mientras bajamos me recreo gracias a un paisaje engalanado con las primeras luces del día. Busco los contraluces y contrastes entre las sombras y siluetas de los primeros términos sobre la intensidad del amanecer
DAMAVAND. EL TECHO DE IRÁN
Apenas tengo tiempo de descansar en Teherán de nuestro raudo viaje a las montañas de Yazd. A la mañana siguiente parto de nuevo hacia el norte del país. Esta vez con tres buenos amigos procedentes de España. Han venido con el propósito de ascender al techo de Irán: el Damavand, que con 5.610 metros, además, es el volcán más alto de Asia.
Son los primeros días de la primavera y el tiempo poco a poco comienza a ser más amable. Durante los últimos días del invierno las condiciones climatológicas que han azotado la cima del Damavand, con temperaturas por debajo de los -30ºC y rachas de viento de más de 120 km/h, nos recuerdan la severidad de esta montaña. Su estilizada forma piramidal se levanta sobre una posición aislada y destacada del resto de las cumbres de la cordillera Alborz. Superar un fuerte desnivel, sobre un terreno tremendamente agreste, teñido por el azufre que se desprende de su interior a través de numerosas emanaciones de gas, siempre supone una actividad física exigente.
Realizamos la ascensión en varias jornadas, con objeto de facilitar la aclimatación a la altura, especialmente a mis compañeros, que acaban de llegar a Irán. El último día partimos muy temprano desde el precario refugio, que se encuentra sobre la ruta sur. En el transcurso de la jornada que nos conduce a la cima me dedico a trabajar con mi cámara, recogiendo el desarrollo de la actividad, desde las primeras horas del alba hasta el mismo instante de pisar la cumbre. Durante la ascensión me gusta adelantarme al paso de mis amigos. Intento componer hombre y entorno en una escala adecuada; ensalzando la dimensión del paisaje frente a la figura humana en su justa magnitud.
Las bajas temperaturas, especialmente en las primeras horas del día, y un terreno seco, polvoriento, afectado por la presencia del azufre, ponen a prueba constantemente el rendimiento de mi equipo fotográfico.
PERSIA. CUNA DE LA CIVILIZACIÓN
Tras nuestra singladura por las montañas iraníes regresamos a Yazd, una de las poblaciones más antiguas del país que ofrece un buen ejemplo de los aspectos más singulares y característicos de la cultura persa.
En muchas ocasiones el paisaje arquitectónico de las ciudades de Irán suele asociarse a los monumentos islámicos. Las resplandecientes cúpulas y minaretes, teñidas con su genuina gama de tonos azules y ornamentos definen muy a menudo la personalidad de las poblaciones. Pero si realmente queremos profundizar en las auténticas raíces de la civilización de este país tendremos que retroceder en el tiempo antes de la invasión árabe (631-651), para descubrir la huella de las dinastías aqueménidas y sasánidas, que conforman la personalidad original de la cultura persa.
Yazd es uno de los mejores testimonios de este legado.
Un sinuoso entramado de estrechas calles se abren hueco entre las pintorescas viviendas de adobe, refrigeradas por un sistema de ventilación muy particular gracias a las «torres de viento” que definen el horizonte urbano. Bajo tierra, un sofisticado sistema de canales subterráneos (qanats) conducen el agua desde las montañas a todos los rincones de la ciudad.
Los templos de fuego, propios del zoroastrismo, todavía albergan la llama eterna, que permanece activa desde hace siglos. Yazd representa uno de los santuarios mundiales de esta antigua religión, origen del monoteísmo y que representa el auténtico credo de la antigua Persia.
En las afueras de la ciudad se pueden visitar las torres del silencio o Dakhmeh-ye Zartoshtiyun, emplazamiento singular donde se realizaban, desde hace más de tres mil años y hasta el siglo XX, los rituales funerarios propios de esta religión que consistían en descuartizar los cadáveres para exponerlos a los elementos y dar alimento a las aves, con el fin de purificar y liberar el alma del difunto.
EL PAISAJE HUMANO
Sin duda, uno de los aspectos que deja una huella más profunda en todo el que visita Irán es la relación con su pueblo. El carácter extrovertido, amable y tremendamente hospitalario de sus habitantes siempre sorprende gratamente al viajero.
El trabajo etnográfico es uno de los aspectos de la fotografía que más me apasiona. Siempre intento recoger a través de mi cámara la singularidad y personalidad del paisaje humano, al que le otorgo una gran importancia. En mi camino siempre trato de establecer la mejor relación posible con las personas que encuentro, empleando el respeto y la inteligencia emocional como principales recursos; plasmando la personalidad y características de cada individuo y de la realidad que le rodea.
De todos mis encuentros, en esta última visita a Irán, destacaría el retrato que realicé al señor Ramezani. Un anciano artesano que, a pesar de sus 85 años, pasa todo el día al pie de su telar tradicional realizando una actividad que lleva repitiendo toda la vida. Una labor artesana que desarrolla con la máxima dedicación y cariño y que se resiste a abandonar. Quizás porque sabe que después de él nadie ocupará ese puesto. Un oficio que exige muchas horas de trabajo manual y que apenas deja beneficios para sobrevivir en un mundo cada vez más difícil.