Ayika es un ejemplo de autenticidad en una época en la que nuestra identidad va y viene al ritmo de las olas de un mercado consumista imparable. Un trébol en un desierto en el que todos nos consideramos granitos únicos, irremplazables, pero que en el fondo formamos una gran masa de arena homogénea.
Piercings, dilatadores, tatuajes, crestas, rastas, tintes y un sin fin de ornamentos corporales forman parte de la estética de millones de personas del mundo occidental. Una variedad infinita de detalles que en ocasiones resultan elegantes, llamativos, discretos u horteras. Colores, tipografías, “dibujos tribales”, aros y pequeños tornillos al servicio de la búsqueda incesante de una identidad personal con la que sentirnos plenos.
A veces lo hacemos como resultado de vivir en una sociedad en la que nos comparamos constantemente con el prójimo. Si a él o a ella le queda bien, quizá a mí también. En otras ocasiones nos engalanamos con este tipo de decoraciones para despertar interés, para no ser uno más, para no sucumbir a la cruda indiferencia. Cada uno con su trasfondo y con las emociones que le gustaría proyectar hacia el exterior: que me miren, que me admiren, que me teman, que me envidien, que sepan que viajé a un lugar maravilloso, que sepan que superé esta adversidad.
A día de hoy, marcas corporales de quita y pon. No existe tatuaje que no se pueda borrar, ni orificios que no se puedan volver a cerrar con el correspondiente tratamiento. El reflejo de una época en la que casi todo lo que vivimos resulta efímero. Manda la inmediatez, la satisfacción superficial y el placer instantáneo. Abrazamos todo aquello que no nos haga pensar en exceso y desechamos a la primera de cambio todo lo que nos supone una incomodidad. Puede que esta actitud no sea más que un sistema de autodefensa y que participar en el juego de las mil caras, sea una forma de no rendirnos ante una de las grandes preguntas del ser humano: ¿Quién soy y cuál es mi verdadera identidad?
Esta es una de las muchas reflexiones que vienen a mi mente cada vez que trabajo con poblaciones minoritarias cuya identidad ha conseguido sobrevivir al paso del tiempo. Al sur del río Omo, los pueblos Hamer, Dassanech, Nyangatom, Karo, Bodi, Mursi o Suri entre otros muchos, desarrollan sus vidas manteniendo gran parte de sus tradiciones intactas. Y eso se debe a que ponen en valor la autenticidad que reside en cada una de sus sociedades. Interpretan su identidad como un símbolo de belleza, de orgullo y de pertenencia. Sin sobrevalorarse por encima de sus vecinos pero tampoco infravalorándose con respecto a ellos. No verás a una Hamer que quiera renunciar a sus collares para colgarse los de una Nyangatom porque tengan colores más vistosos. No verás a una Mursi peinarse como una Hamer por mucho que le pueda gustar el color rojo. Y tampoco verás a una Karo ponerse el plato labial de las Suris por mucho que le gusten los piercings o los dilatadores.
El cortometraje Ayika es la invitación a un encuentro. La posibilidad de conocer a un ser humano no intoxicado por las tendencias de la última moda, la presión social ejercida por los likes de las redes sociales o el peso de tener que aparentar un estatus social al que no pertenece. Ella es un ejemplo de autenticidad en una época en la que nuestra identidad va y viene al ritmo de las olas de un mercado consumista imparable. Un trébol en un desierto en el que todos nos consideramos granitos únicos, irremplazables, pero que en el fondo formamos una gran masa de arena homogénea.
Quizá deberíamos preguntarnos si ya es demasiado tarde para descubrir a nuestro verdadero yo. Me inquieta pensar que vaguemos sin rumbo en busca de una identidad basada en estereotipos creados por futbolistas, cantantes e influencers del Tik Tok, sin pararnos a descubrir nuestra verdadera autenticidad. La que de verdad nos hace únicos e irremplazables.
Todos nosotros llevamos dentro una Ayika, solo tenemos que darle la oportunidad de aflorar.
