Necesitaba llegar a la isla por mucho que fuera la tercera vez. Ilha Grande es mi rinconcito preferido para posarme y pausarme.
La Estrada Real desemboca en Paraty a pocos kilómetros de “a Ilha”, donde hacía 5 años un nómada novato tocaba su guitarra por las lindas calles empedradas para ganarse los días.
Antes de que arranque el pleno día y el turisteo, en la playa se practica yoga y los urubús buscan la carroña que ha traído la marea de la noche. Allí saludo a algunos viejos amigos que dejé entonces y me re-encuentro con mi mar después de tantos meses de interior. La costa, las playas, las micro-islas, el salitre son como ambientadores de mi casa, me empiezo a curar.
En un par de días ya estoy cruzando en la barcaza desde Angra dos Reis a mi querida Ilha grande, una isla sin asfalto, con mil trilhas (sendas) y playas de ensueño que descubrir.
Las aves marinas acompañan el lento trotar de la barcaza popular, mucho más lenta y también más económica que las lanchas que llevan a toda prisa a los locales con urgencias o a los turistas sin tiempo que perder. El turismo llega de Rio de Janeiro, que queda a unas 3 horas en bus de Angra, a golpe de transfers y ofertas con promesas de unos días de paraíso.
Y allí está, la bahía de Abraão, igual que 5 años atrás, con la estampa atardeciendo que me dejó boquiabierto y hechizado, una isla de película frente a mí. Un mar de verde arranca desde el azul marino y se encarama hasta el pico Papagaio, la gran roca en la cima de una montaña, punto más alto de la isla que dejé sin visitar en mis otras dos visitas para tener la excusa de volver a rematar.
Llego a la Posada Paloma, donde realicé el primer vídeo de trabajo del Vidaje y donde hice una entrañable amistad con toda la gente que la orbita y que se transformó en una suerte de familia.
Alegría y abrazos, necesitaba unos cuantos y además ¡sorpresa!, ahora la posada por la noche se transforma en Las Sorrentinas, un restaurante (número uno en Trip Advisor y también en la guía Lonely Planet) con especialidad de pasta rellena casera y salsas que está a la altura de la isla: espectacular.
Abraão es el pueblito que aguanta como puede la embestida del turismo creciente casi saturandose en temporada alta, pero el que es morador sabe dar dos pasos en el sentido correcto y encontrarse en unos minutos en plena naturaleza.
No tardo ni dos días en ir a mi rincón favorito, la playa de Dois Rios que, además de los dos ríos vírgenes que la abrazan por cada lado y que le dan nombre, alberga las ruinas de lo que fue una prisión hasta 1994 y que es el secreto para que esta isla restara alérgica a urbanizarse tanto tiempo.
Al bañarse en uno de sus ríos, uno parece que está en el tiempo de los dinosaurios: todo es verde, grande y salvaje. No hay huella humana y se pueden escuchar tanto cerca como lejos los gritos y peleas de los grandes monos bugios que son los dueños de esas selvas protegidas.
Mi amigo Sergio llega de visita desde Barcelona y en el primer paseo que damos al pozón cercano a las ruinas del lazareto, en la playa preta del mismo Abraâo, nos encontramos con unos monos bugios en lo alto de unos árboles comiendo a placer.
El siguiente plato es una salida en el barco de mi querido amigo Jerónimo que nos lleva a rincones únicos como la playa de Bananal donde nos perdemos con los kayaks y el snorkel y damos el clásico paseo hasta la iglesia de Freguesia de Santa Ana, frente a la imponente palmera real, de las más altas del país.
La isla parece tranquila, pero si quieres no paras. Al día siguiente vamos a visitar la cascada de Feiticeira y a la playita de su mismo nombre. Al regresar tomamos unas empanadas argentinas en El Coruja del gigante Piu donde nos esperan Benjamin y mi amigo el fernet, una bebida de origen italiano adoptada por los argentinos que abundan en esta parte de la costa brasileira y que mezclado con cola es mi trago favorito.
Al día siguiente toca un paseo por la playa de Abraãozinho, que está lo suficientemente cerca para ir tranquilamente en media hora, pero a la vez lejos para la mayoría de turistas perezosos, lo cual la deja más tranquila y la convierte en una de mis favoritas. A lo lejos, veo pasar los taxi-boats apresurados que llevan a los turistas a uno u otro rincón, pero mis ojos se posan en las barcas de los cuatro pescadores que todavía faenan entre las islas pequeñas que salpican la isla grande. Me gusta imaginar el mundo cuando era todo así.
Toda la costa desde Rio a Santos alberga cientos de islas grandes y pequeñas que son un tesoro infinito. Mi preferida es esta, pero apenas hemos empezado, hay mucho más, por algo se apellida Grande. En mi estadía, que se alargó meses, cumplí dos sueños: subir al pico Papagaio y dar la vuelta a la isla en kayak, entre otras cosas… pero esto os lo cuento en la próxima entrada.